
Han pasado ya quince años y aún sigo atrapada en esta habitación luctuosa. Todo es tan ajeno, mi depresión aumenta, aún no puedo superarlo, aún tengo demasiados recuerdos, los cuales los siento tan vivos y en otras ocasiones pienso que han sido producto de mi entelequia, que en vez de ser una ayuda solo ha empeorado mi vesania; pero qué puedo hacer, aún la recuerdo tan viva y tan llena de vida, aún su olor inquieta mis sentidos y su imagen me persigue, aún recuerdo su rosa húmeda que mi boca tanto deseaba. En estas sábanas me acojo, siento que su olor sigue vivo, a veces siento que su lexía me despierta para poder ver la eterna primavera y los hermosos arcoíris a través de esta eterna ventana. Algunas veces me siento sola, pero al coger esta almohada y estas sábanas me dejo envolver por el olor que aún guardan de ella y por momentos siento que me abraza y me arrulla para calmar mi dolor y la chaladura que me dan por su ausencia.
Han pasado ya quince años desde que dejé de ser una chiquilla de quince años. En ese entonces me encontraba en la plenitud de mi juventud y como era de suponerse, mis padres por motivos de trabajo, decidieron mudarse. Nos mudamos a LongBrest, una pequeña ciudad de Brushintong. La ciudad estaba repleta de bares bohemios, en donde el arte en las calles era parte de la sobrevivencia de las personas. La ciudad parecía un circo, siempre te sorprendía con su belleza, su alegría y con lo pintoresca que podría ser, lo cual en mi pueblito era muy difícil de encontrar y de imaginar. Con la ingenuidad y la curiosidad impregnadas en mi cara, decidí salir e inspeccionar el lugar en donde me encontraba, y fue ahí, en medio de la calle donde la conocí; estaba ella, tan radiante, tan hermosa. Era pelirroja y sus rulos daban las ondas perfectas que hasta el mismo aire adoraba bailar con ellos. Ella se quedó observándome y me sentí intimidada por alguna razón, ignoraba si era la impresión de su belleza inigualable, o si era porque no la conocía, lo único que sabía era que todos esos sentimientos que me envolvían en ese momento eran una confusión sin explicación, que se quedaron en incógnitas en aquel instante, pero que después el tiempo me las respondería poco a poco. Su nombre era Bell y estaba tirada en el piso, parecía que le encantaba pintar y dibujar todo lo que veía en la calle; me acerqué temerosa, tal vez por miedo a su rechazo o indiferencia al intentar hablarle; sin embargo, todo ese miedo se fue cuando vi aquella sonrisa, por un instante sentí estar en un espacio blanco y nublado, en el cual sentía paz en mi interior, donde solo yo existía, pero cuando volví a la realidad, me di cuenta que ella seguía ahí, mirándome fijamente y hablándome, la verdad no le tomaba importancia a lo que me decía, solo veía que sus labios se movían y formaban figuras geométricas como el círculo, las elipses y los triángulos, y que mi cabeza por alguna razón se movía como diciendo sí o no; sin embargo, todavía no despertaba del pequeño trance en el que había entrado, y no fue hasta que mis ojos vieron que sus pequeñas manos se postraron en mi hombro derecho. Mis ojos parecieron asustarse y parpadearon impulsivamente, el corazón me latía fuertemente y mis oídos escucharon un: ¿estás bien? Mi reacción fue de la manera más impulsiva y pusilánime de lo que pude esperar. A los meses nos hicimos amigas muy íntimas, nos contábamos todo y no nos guardábamos nada, todo era tan espontáneo y claro en ambas, al menos eso pensaba.
Un día, en una tarde de otoño, donde las hojas de los árboles parecían jugar de forma espiral a nuestro alrededor, en el que tal vez mis oídos hubieran preferido no escuchar y mi memoria no tomar nota. Ahí estaba ella, se encontraba frente a mí; estaba tan hermosa como siempre, todo parecía perfecto, traía un vestido color gris que no conjugaba con sus pequeños ojos pardos. Se acercó y me dijo que tenía que contarme algo muy importante; un joven de la escuela en donde ella asistía se le había declarado y ella en el apuro e invadida por los nervios en aquel instante le respondió que sí, sin poder analizar sus sentimientos e intenciones hacia él. Ese día sentí un dolor fuerte en el pecho, el corazón me latía rápido, sentía que el aire no me alcanzaba y que me asfixiaba, me sentí tan desilusionada por alguna razón, la tristeza me abrazaba totalmente, y yo solo quería acogerme a ella para acrecentar aquel dolor, fue tan fuerte que cada vez me fui aferrando más a ella. Salí corriendo sin ninguna explicación, corrí y corrí hasta llegar a mi casa y echarme a llorar como una nena de cinco años, a quien le habían quitado un juguete o un caramelo.
No supe de ella hasta un mes después que vino a mi casa. Recuerdo que se le notaba arrepentida por algún motivo, sus ojos parecían querer decirme algo, su misma cara la delataba por más que sus labios disfrazaran una sonrisa perfecta para poder disimular el dolor que ella llevaba por dentro. Horas después cuando el atardecer nos calló encima, me declaró sus sentimientos; ella también había sentido lo mismo en aquel momento, y al parecer mi amor confuso también era correspondido. Sin embargo, yo aún me sentía confundida, no sabía si ese sentimiento era correcto, pero confiaba en ella, al fin y al cabo era mi mayor por tres años. Pensé que sería mi guía, pues tenía más experiencia en relaciones que yo. Mientras que ella era para mí una exótica flor que despertaba en mí inquietudes jamás sentidas y una adicción de querer tenerla solo para mí, yo solo era para ella un bebé que necesitaba de sus caricias y de su amor para sentirme protegida. Con el transcurrir del tiempo nos volvimos inseparables y como era de imaginar nuestro cariño o amor se mantenía en secreto para evitar las sospechas.
Recuerdo también que un 18 de febrero del 2015, estábamos en su cuarto escuchando música; yo andaba inquieta, quería besarla pues habían pasado ya tres meses de ser “amiguinovias” y aún no podía sentirla ni tocarla. Recuerdo que ese día me armé de valor, la inquietud cada vez se poseía en mí y no quería dejar pasar más tiempo. Me acerqué y la miré fijamente, ella parecía que se burlaba de mí, tal vez por mi intrépida acción de tomarle el rostro y de irme acercando a ella poco a poco. Recuerdo también que tomó mi mano mientras me preguntaba si estaba lista, luego me tomó de la cintura y al ser ella más alta que yo, quedé mirándola algunos segundos y terminé recostando mi rostro en su pecho, se sentía tan cálido y su corazón latía tan fuerte como el mío. No aguantaba más, quería que me besara y que me dijera que también me quería como yo a ella o más. Han pasado ya quince años desde aquel momento en donde sentí que era tan mía y yo tan de ella; aquella noche la vi tan deslumbrante como siempre, vi como su delicado y esbelto cuerpo danzaba mientras las prendas caían, se me acercó de la manera más seductora que jamás antes vi; parecía una gata, tan sexy, atrevida, pero al mismo tiempo tan tierna y delicada. Al acercárseme, comenzamos a jugar como si fuésemos dos niñas mineras que están en busca del tesoro y de una colosal inspección, y fue ahí donde descubrí ese suave olor que me envolvía y hacía que mi pervertida imaginación comenzase a tomar poder. Al observarla detalladamente mientras mis manos recorrían aquel monumental cuerpo, pude ver que un laberinto escondía aquella rosa húmeda, sentí ese morbo invadirme todo el cuerpo y la necesidad de querer tocarla hicieron que mis manos y mis labios no se resistieran y con mis manos abrí esas dos montañas que me impedían tener acceso a ella, y al hacerlo mis labios querían tocarla, besarla y poder poseerla, y así lo hice, metí mi nariz para poder beber aquella sabia de la que desconocía, pero que mi boca tanto deseaba. Ese día fue una noche de locuras donde mis emociones salieron a flote y mi inocencia fue perdida. Pasaron muchos meses, donde nuestro amor se realizó en danzas corporales cada viernes a las 7:00 pm en su departamento, departamento en el cual arruinó mi vida un 13 de octubre del mismo año, donde me dejó una carta en la que se despedía de todo nuestro romance; en aquel instante no entendí, pero como siempre, el tiempo que es un sabio maestro para responderte, me dio a conocer la verdad de aquel acto desconcertado. Pasaron los años y en ellos descubrí que antes de conocerla, ella había sufrido un accidente, el cual le había ocasionado problemas en el cerebro, provocándole cataratas; su visión había empeorado y yo con mi torpeza no me había dado cuenta de aquel detalle. Los doctores no podían salvarla, aquel accidente le había estropeado las córneas, ocasionado un tumor que se fue formando con el tiempo, provocándole una muerte paulatina.
Han pasado ya quince años desde su muerte y aún no lo supero, aún vivo todo como si fuese ayer; jamás comprendí por qué no me lo dijo ni por qué decidió separarse de mí de esa manera; yo pude estar con ella en aquel momento y ella lo sabía, sé que lo sabía, pero sé también que su dolor fue tan grande como el que me invadió a mí también el día de su muerte.
Han pasado ya quince años desde su muerte y mi doctora dice que ya es tiempo de que me libere de ese pasado y del encierro y del castigo que yo misma me he provocado en este cuarto de paredes blancas ya que solo me enferma más, también me dice que deje de aferrarme a esta cama tan llena de ti y de la condenada soledad perpetua a la que yo misma me he sentenciado; han pasado quince años y todo esto me hace estar siempre contigo, y revivir aquellos momentos que jamás podré olvidar.